viernes, 10 de julio de 2009

Sax Concert

Sonaba la melancólica melodía de un saxo tocado del ala en una de las salas donde suelo dedicarme a cerrar los ojos. Eran pasadas las dos de la madrugada de una noche de esas en que te olvidas de quien eres y tu conciencia se reduce a acertar con el cigarro en la boca. Había bebido igual que cualquier otro día. Mi mirada dibujaba el humo del tabaco al tempo de un blues de los 50. De vez en cuando se me acercaba un hombre vestido de camarero que me preguntaba por mi estado a lo que yo respondía con un leve gesto con la cabeza sin apenas mirarle. Entonces se retiraba. Era mi único contacto con el exterior. Al cabo de un largo rato que a mi me parecieron segundos, abrí los ojos y me di cuenta que el escenario estaba vacío. Hacía rato que la música había cesado y el resto del público se había marchado. Las luces se habían apagado y ya no había humo en los ceniceros. Rompí el silencio cuando me levanté de mi asiento y me dirigí al escenario sorteando las sillas que desordenadamente habían dejado. Me subí y vi el mundo desde muy lejos. Recorrí el escenario y me fijé que habían olvidado el saxo. Estaba apoyado en un soporte brillante, mirándome. Me retaba. No hizo falta pensármelo mucho; caña del 3 y medio y boquilla poco abierta. Me giré un momento para comprobar que el mundo seguía en calma y me uní a él. Lo toque durante horas y en muchos momentos creí escuchar un llanto que procedía de su interior. No existía nadie y estaba todo el mundo a la vez. Entonces abrí los ojos de nuevo y observé que mi cigarro se había consumido, los músicos acababan la última pieza y aquel hombre vestido de camarero se me acercaba a preguntarme por mi estado. Esta vez, me levanté, le miré a los ojos y le dije que había sido el mejor concierto de mi vida.