El otro día conocí a un asesino. Era algo extraño, nunca había conocido a ninguno. Tenía una gran cabeza donde vivían dos ojos, una nariz y una boca. Creo que también tenía dos orejas. Le pregunté si esas eran las herramientas con las que trabajaba, afirmó con la cabeza y me señaló sus manos. Todo me resultaba sorprendente. En cierto momento me preguntó si quería que le mostrase como trabajaba. Le dije que sí violentamente. No se le ocurrió a quien matar y como estábamos en mi casa le ofrecí la opción de matar a mi hijo. Fuimos a su habitación, donde jugaba con los deberes y el asesino le clavó una navaja que llevaba en el bolsillo y de la que aun no me había percatado de su existencia. Pero algo le salió mal. Mi hijo, con la navaja en el pecho, no caía al suelo y el asesino tuvo que sacarla y volvérsela a hundir, esta vez en la cara. Ahora si que se derrumbó. Me quedé levantado, algo decepcionado por la poca profesionalidad del asesino. No sabía qué decir. Me miró algo avergonzado y se excusó diciendo que no acostumbraba a trabajar con niños pequeños.
Tenía que solventar mi mal sabor de boca, así que le comenté la posibilidad de volver a probar, esta vez con mi mujer. El asesino asintió con la necesidad de demostrarme que estaba a la altura. Caminamos hacia la cocina y encontramos a mi mujer tendida en el suelo, sollozando desesperadamente con las lágrimas llenas de ojos. La levanté del suelo y la presenté ante el asesino que cogió su mano para besarla. Le marcó la huella de sus labios con sangre caliente de mi hijo, a lo que ella comenzó a gritar como una loca. Fue entonces cuando el asesino la golpeó con un martillo que sacó de su bolsillo y que tampoco había visto. Pero mi mujer no murió, yacía simplemente aturdida en un baño de lloro. Fruncí el ceño y miré, desolado, al asesino. Éste, avergonzado transformó su cara hasta romper sus rasgos habituales, entonces asestó nueve nuevos golpes a mi mujer que dejó de llorar de pronto. Me enfadé y le dije que me esperaba mucho más y que un asesino de verdad hubiera acabado el trabajo de un solo golpe y que eso también podría hacerlo yo. El asesino se ofendió y me dijo que él era un profesional y que el hecho de que hubiera fallado era por su poca experiencia en trabajar con mujeres. Ante esta respuesta quise probarlo de nuevo ofreciéndole a mi padre, cosa que desdije rápidamente por creer que el asesino se estaba obsesionando con el tema; no quería hacerle sentir mal. Retiré mi propuesta pero el asesino insistió en que debía mostrarme su profesionalidad y se dirigió al comedor donde mi padre dormía serenamente. El asesinó alzó un cuchillo de cocina que no vi como había cogido y le rajó el cuello. Pero mi padre no murió. Furioso, el asesino comenzó a asestar puñaladas mortales en todo el cuerpo de mi padre hasta que cayó deshecho en el suelo.
Me cansé, le dije que no era un asesino de verdad y él volvió a repetirme que no era su especialidad trabajar con viejos. Me dijo que normalmente mataba a hombres crueles, sin piedad que no sentían aprecio por nada ni por nadie y que no sufrían el dolor de los demás. Me asusté un poco al ver que, de su espalda, hacia aparecer un revólver que tampoco había visto. Lo cargó y volvió a repetirme enfurecido que él era un asesino de verdad. Acto seguido se apuntó a la cara y disparó. El asesino quedó tendido en el suelo, pero no estaba muerto, simplemente se retorcía como un gusano al que acaban de mutilar.
Tenía que solventar mi mal sabor de boca, así que le comenté la posibilidad de volver a probar, esta vez con mi mujer. El asesino asintió con la necesidad de demostrarme que estaba a la altura. Caminamos hacia la cocina y encontramos a mi mujer tendida en el suelo, sollozando desesperadamente con las lágrimas llenas de ojos. La levanté del suelo y la presenté ante el asesino que cogió su mano para besarla. Le marcó la huella de sus labios con sangre caliente de mi hijo, a lo que ella comenzó a gritar como una loca. Fue entonces cuando el asesino la golpeó con un martillo que sacó de su bolsillo y que tampoco había visto. Pero mi mujer no murió, yacía simplemente aturdida en un baño de lloro. Fruncí el ceño y miré, desolado, al asesino. Éste, avergonzado transformó su cara hasta romper sus rasgos habituales, entonces asestó nueve nuevos golpes a mi mujer que dejó de llorar de pronto. Me enfadé y le dije que me esperaba mucho más y que un asesino de verdad hubiera acabado el trabajo de un solo golpe y que eso también podría hacerlo yo. El asesino se ofendió y me dijo que él era un profesional y que el hecho de que hubiera fallado era por su poca experiencia en trabajar con mujeres. Ante esta respuesta quise probarlo de nuevo ofreciéndole a mi padre, cosa que desdije rápidamente por creer que el asesino se estaba obsesionando con el tema; no quería hacerle sentir mal. Retiré mi propuesta pero el asesino insistió en que debía mostrarme su profesionalidad y se dirigió al comedor donde mi padre dormía serenamente. El asesinó alzó un cuchillo de cocina que no vi como había cogido y le rajó el cuello. Pero mi padre no murió. Furioso, el asesino comenzó a asestar puñaladas mortales en todo el cuerpo de mi padre hasta que cayó deshecho en el suelo.
Me cansé, le dije que no era un asesino de verdad y él volvió a repetirme que no era su especialidad trabajar con viejos. Me dijo que normalmente mataba a hombres crueles, sin piedad que no sentían aprecio por nada ni por nadie y que no sufrían el dolor de los demás. Me asusté un poco al ver que, de su espalda, hacia aparecer un revólver que tampoco había visto. Lo cargó y volvió a repetirme enfurecido que él era un asesino de verdad. Acto seguido se apuntó a la cara y disparó. El asesino quedó tendido en el suelo, pero no estaba muerto, simplemente se retorcía como un gusano al que acaban de mutilar.
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