sábado, 3 de marzo de 2007

El asesino

El otro día conocí a un asesino. Era algo extraño, nunca había conocido a ninguno. Tenía una gran cabeza donde vivían dos ojos, una nariz y una boca. Creo que también tenía dos orejas. Le pregunté si esas eran las herramientas con las que trabajaba, afirmó con la cabeza y me señaló sus manos. Todo me resultaba sorprendente. En cierto momento me preguntó si quería que le mostrase como trabajaba. Le dije que sí violentamente. No se le ocurrió a quien matar y como estábamos en mi casa le ofrecí la opción de matar a mi hijo. Fuimos a su habitación, donde jugaba con los deberes y el asesino le clavó una navaja que llevaba en el bolsillo y de la que aun no me había percatado de su existencia. Pero algo le salió mal. Mi hijo, con la navaja en el pecho, no caía al suelo y el asesino tuvo que sacarla y volvérsela a hundir, esta vez en la cara. Ahora si que se derrumbó. Me quedé levantado, algo decepcionado por la poca profesionalidad del asesino. No sabía qué decir. Me miró algo avergonzado y se excusó diciendo que no acostumbraba a trabajar con niños pequeños.
Tenía que solventar mi mal sabor de boca, así que le comenté la posibilidad de volver a probar, esta vez con mi mujer. El asesino asintió con la necesidad de demostrarme que estaba a la altura. Caminamos hacia la cocina y encontramos a mi mujer tendida en el suelo, sollozando desesperadamente con las lágrimas llenas de ojos. La levanté del suelo y la presenté ante el asesino que cogió su mano para besarla. Le marcó la huella de sus labios con sangre caliente de mi hijo, a lo que ella comenzó a gritar como una loca. Fue entonces cuando el asesino la golpeó con un martillo que sacó de su bolsillo y que tampoco había visto. Pero mi mujer no murió, yacía simplemente aturdida en un baño de lloro. Fruncí el ceño y miré, desolado, al asesino. Éste, avergonzado transformó su cara hasta romper sus rasgos habituales, entonces asestó nueve nuevos golpes a mi mujer que dejó de llorar de pronto. Me enfadé y le dije que me esperaba mucho más y que un asesino de verdad hubiera acabado el trabajo de un solo golpe y que eso también podría hacerlo yo. El asesino se ofendió y me dijo que él era un profesional y que el hecho de que hubiera fallado era por su poca experiencia en trabajar con mujeres. Ante esta respuesta quise probarlo de nuevo ofreciéndole a mi padre, cosa que desdije rápidamente por creer que el asesino se estaba obsesionando con el tema; no quería hacerle sentir mal. Retiré mi propuesta pero el asesino insistió en que debía mostrarme su profesionalidad y se dirigió al comedor donde mi padre dormía serenamente. El asesinó alzó un cuchillo de cocina que no vi como había cogido y le rajó el cuello. Pero mi padre no murió. Furioso, el asesino comenzó a asestar puñaladas mortales en todo el cuerpo de mi padre hasta que cayó deshecho en el suelo.
Me cansé, le dije que no era un asesino de verdad y él volvió a repetirme que no era su especialidad trabajar con viejos. Me dijo que normalmente mataba a hombres crueles, sin piedad que no sentían aprecio por nada ni por nadie y que no sufrían el dolor de los demás. Me asusté un poco al ver que, de su espalda, hacia aparecer un revólver que tampoco había visto. Lo cargó y volvió a repetirme enfurecido que él era un asesino de verdad. Acto seguido se apuntó a la cara y disparó. El asesino quedó tendido en el suelo, pero no estaba muerto, simplemente se retorcía como un gusano al que acaban de mutilar.

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