domingo, 25 de marzo de 2007

Mi juicio

Conocí a mi juez en el 87, entre los escombros humanos que caminan sin cesar por las calles de cualquier ciudad. Me acuerdo que le grité des del otro extremo de la vía, pero no alcanzaba a oírme, parecía que tenía los oídos pegados al libro que sus manos portaban como símbolo de su cultura. Era normal, era juez. Empecé a correr torpemente detrás de él y me planté con un gran salto, y su respectiva caída, delante suyo. Me reincorporé, limpié con las manos mi vestimenta, me deshice de las gafas de sol y le mire atentamente con los ojos entrecerrados, como intentando recordar su cara en algún lugar o como probando de adivinar su nombre a partir de sus rasgos. Nos habíamos detenido justo en medio de la carretera y ahora éramos el eje central de dos carriles contrariados de vehículos fugaces hacia ninguna parte. Pero les vi la intención: todos los conductores levantaron su brazo derecho con rapidez y con una fuerza antinatural apretaron el centro del volante, mi ojo avizor conmovió la intuición para posar sobre los oídos mis aplastadas manos, pero eso no me salvó de la gran explosión sonora de bocinas de coche.
Y mi juez, aterrido, movía la boca como intentando hablar con un extranjero, no le entendía. Ni sus señas, ni sus movimientos, ni la salida orbital de sus ojos me interesaron lo más mínimo, solamente reaccioné cuando descubrí que intentaba tirarme debajo de las pesadas ruedas de aquellos coches.
Ya era demasiado tarde y yo rodaba y rodaba metros y metros hacia el norte, era un viaje sin rumbo, un viaje que antes de empezarlo ya había terminado. Vi a mi juez desaparecer sin darme explicaciones, cosa que me mareó. No tardó la calle en llenarse de decenas de transeúntes que volaban sobre mi alrededor y cuchicheaban sobre el porqué de mi suicidio.

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